miércoles, 5 de noviembre de 2008

Hermosas alamedas

Hermosas alamedas

deste prado florido

por donde entrar el sol pretende en vano;

fuentes puras y ledas,

que con manso rüido

a las aves lleváis el canto llano;

monte de nieve cano,

a quien te mira plata,

hasta que el sol en agua te desata;



con diferentes ojos

os miran mis cuidados,

pareciéndome espejos diferentes,

pues veo los enojos

de los tiempos pasados,

para llorar que los perdí presentes;

montes, árboles, fuentes,

estadme un rato atentos;

veréis que he puesto en paz mis pensamientos.



En gran lugar se puso,

¡oh, santas soledades!,

quien goza el bien que vuestro campo encierra

y libre del confuso

rumor de las ciudades,

es dueño de sí mismo en poca tierra,

adonde ni la guerra

sus paces interrompe,

ni ajeno yugo su silencio rompe.



Ni por oficio grave

que el más indigno tenga,

la envidia o lisonja le lastima,

ni espera que la nave

del indio a España venga

preñada del metal que el mundo estima:

ya el duro mar la oprima,

o ya segura quede,

ni le puede quitar, ni darle puede.



Ni amor con blando sueño

de imaginar süave

al suyo dio solícitos desvelos,

ni adora tierno dueño,

ni se queja del grave,

ni sus méritos puso contra celos;

que si a los mismos cielos

no toca el señorío,

¿por qué ha de ser esclavo el albedrío?



Agradecida mira

la planta, que a su mano,

porque la puso, le rindió tributo;

y contento, se admira

de ver que el cortesano

de tantas esperanzas pierda el fruto;

que no hay rey absoluto

como el que por sus leyes

conoce desde lejos a los reyes.



Siempre el hombre discreto

donde el poder alcanza

el apariencia del vivir limita;

dichoso el que este efeto

ha dado a su esperanza,

y del caer las ocasiones quita;

si en la tierra que habita

los ojos pone atentos,

aun no pasa de allí los pensamientos.



Quien no sirve ni ama,

ni teme ni desea,

ni pide ni aconseja al poderoso,

y con honesta fama

en su aumento se emplea,

sólo puede llamarse venturoso.

¡Oh mil veces dichoso

quien no tiene enemigo

y todos le codician por amigo!

Silvio a una blanca corderilla suya

Silvio a una blanca corderilla suya,

de celos de un pastor, tiró el cayado,

con ser la más hermosa del ganado;

¡oh amor!, ¿qué no podrá la fuerza tuya?



Huyó quejosa, que es razón que huya,

habiéndola sin culpa castigado;

lloró el pastor buscando el monte y prado,

que es justo que quien debe restituya.



Hallóla una pastora en esta afrenta,

y al fin la trajo al dueño, aunque tirano,

de verle arrepentido enternecida.



Diole sal el pastor y ella, contenta,

la tomó de la misma injusta mano;

que un firme amor cualquier agravio olvida.

Gallardo pasea Zaide

Gallardo pasea Zaide

puerta y calle de su dama,

que desea en gran manera

ver su imagen y adorarla,



porque se vido sin ella

en una ausencia muy larga,

que desdichas le sacaron

desterrado de Granada,



no por muerte de hombre alguno

ni por traidor a su dama,

mas por dar gusto a enemigos,

si es que en el moro se hallan,



porque es hidalgo en sus cosas,

y tanto que al mundo espantan

sus larguezas, pues por ellas

el moro dejó su patria;



pero a Granada volvió

a pesar de ruin canalla,

porque siendo un moro noble

enemigos nunca faltan.



Alzó la cabeza y vido

a su Zaida a la ventana,

tan bizarra y tan hermosa

que al sol quita su luz clara.



Zaida se huelga de ver

a quien ha entregado el alma,

tan turbada, y tan alegre,

y cuanto alegre turbada,



porque su grande desdicha

le dio nombre de casada,

aunque no por eso piensa

olvidar a quien bien ama.



El moro se regocija,

y con dolor de su alma,

por no tener más lugar,

que el puesto no se le daba,



por ser el moro celoso

de quien es esposa Zaida,

y en gozo, contento y pena

le envió aquestas palabras:



«—¡Oh más hermosa y más bella

que la aurora aljofarada,

mora de los ojos míos,

que otra beldad no te iguala!



Dime, ¿fáltate salud

después que el verme te falta?

Mas según la muestra has dado

amor es el que te falta,



pues mira, diosa cruel

lo que me cuestas del alma,

y cuántas noches dormí

debajo de tus ventanas;



y mira que dos mil veces

recreándome en tus faldas,

decías: «—El firme amor

sólo entre los dos se halla»,



pues que por mí no ha quedado,

que cumplo por mi desgracia

lo que prometo una vez,

cúmplelo también, ingrata.



No pido más que te acuerdes,

mira mi humilde demanda,

pues en pensar sólo en ti

me ocupo tarde y mañana—».



Su prolijo razonar

creo el moro no acabara,

si no faltara la lengua

que estaba medio trabada.



La mora tiene la suya

de tal suerte, que no acaba

de acabar de abrir la gloria

al moro con la palabra,



vertiendo de entrambos ojos

perlas con que le aplacaba,

al moro sus quejas tristes

dijo la discreta Zaida:



«—Zaide mío, a Alá prometo

de cumplirte la palabra

que es jamás no te olvidar,

pues no olvida quien bien ama;



pero yo no me aseguro

ni estoy de mí confiada,

que suele a cuerpo presente

ser la vigilia doblada,



y más tú que lisonjeas,

que ya lo tienes por gala,

de ser como aquí lo has dicho,

no habiendo en mí bueno nada.



Sé muy bien lo que te debo

y plugiese a Alá quedara

hecho mi cuerpo pedazos

antes que yo me casara,



que no hay rato de contento

en mí, ni un punto se aparta

este mi moro enemigo

de mi lado y de mi cama,



y no me deja salir,

ni asomarme a la ventana,

ni hablar con mis amigas

ni hallarme en fiestas o zambras—».



No pudo escuchalla más

el moro, y así se aparta

hechos los ojos dos fuentes

de lágrimas que derrama.



Zaida, no menos que él,

se quita de la ventana,

y aunque apartaron los cuerpos

juntas quedaron las almas.

Pobre barquilla mia

Pobre barquilla mía,

entre peñascos rota,

sin velas desvelada,

y entre las olas sola:



¿Adónde vas perdida?

¿Adónde, di, te engolfas?

Que no hay deseos cuerdos

con esperanzas locas.



Como las altas naves

te apartas animosa

de la vecina tierra,

y al fiero mar te arrojas.



Igual en las fortunas,

mayor en las congojas,

pequeño en las defensas,

incitas a las ondas.



Advierte que te llevan

a dar entre las rocas

de la soberbia envidia,

naufragio de las honras.



Cuando por las riberas

andabas costa a costa,

nunca del mar temiste

las iras procelosas.



Segura navegabas;

que por la tierra propia

nunca el peligro es mucho

adonde el agua es poca.



Verdad es que en la patria

no es la virtud dichosa,

ni se estimó la perla

hasta dejar la concha.



Dirás que muchas barcas

con el favor en popa,

saliendo desdichadas,

volvieron venturosas.



No mires los ejemplos

de las que van y tornan,

que a muchas ha perdido

la dicha de las otras.



Para los altos mares

no llevas cautelosa

ni velas de mentiras,

ni remos de lisonjas.



¿Quién te engañó, barquilla?

Vuelve, vuelve la proa,

que presumir de nave

fortunas ocasiona.



¿Qué jarcias te entretejen?

¿Qué ricas banderolas

azote son del viento

y de las aguas sombra?



¿En qué gabia descubres

del árbol alta copa,

la tierra en perspectiva,

del mar incultas orlas?



¿En qué celajes fundas

que es bien echar la sonda,

cuando, perdido el rumbo,

erraste la derrota?



Si te sepulta arena,

¿qué sirve fama heroica?

Que nunca desdichados

sus pensamientos logran.



¿Qué importa que te ciñan

ramas verdes o rojas,

que en selvas de corales

salado césped brota?



Laureles de la orilla

solamente coronan

navíos de alto borde

que jarcias de oro adornan.



No quieras que yo sea

por tu soberbia pompa

faetonte de barqueros,

que los laureles lloran.



Pasaron ya los tiempos

cuando, lamiendo rosas,

el céfiro bullía

y suspiraba aromas.



Ya fieros huracanes

tan arrogantes soplan,

que, salpicando estrellas,

del sol la frente mojan.



Ya los valientes rayos

de la vulcana forja,

en vez de torres altas,

abrasan pobres chozas.



Contenta con tus redes,

a la playa arenosa

mojado me sacabas;

pero vivo, ¿qué importa?





Cuando de rojo nácar

se afeitaba la aurora,

más peces te llenaban

que ella lloraba aljófar.



Al bello sol que adoro,

enjuta ya la ropa,

nos daba una cabaña

la cama de sus hojas.



Esposo me llamaba,

yo la llamaba esposa,

parándose de envidia

la celestial antorcha.



Sin pleito, sin disgusto,

la muerte nos divorcia:

¡Ay de la pobre barca

que en lágrimas se ahoga!



Quedad sobre el arena,

inútiles escotas;

que no ha menester velas

quien a su bien no torna.



Si con eternas plantas

las fijas luces doras,

¡oh dueño de mi barca!,

y en dulce paz reposas,



merezca que le pidas

al bien que eterno gozas

que adonde estás me lleve

más pura y más hermosa.



Mi honesto amor te obligue;

que no es digna vitoria

para quejas humanas

ser las deidades sordas.



Mas ¡ay, que no me escuchas!

Pero la vida es corta:

viviendo, todo falta;

muriendo, todo sobra.

Pululando de culto

Pululando de culto, Claudio amigo,

minotaurista soy desde mañana;

derelinquo la frasi castellana,

vayan las Solitúdines conmigo.



Por precursora, desde hoy más me obligo

al aurora llamar Bautista o Juana,

chamelote la mar, la ronca rana

mosca del agua, y sarna de oro al trigo.



Mal afecto de mí, con tedio y murrio,

cáligas diré ya, que no griguiescos

como en el tiempo del pastor Bandurrio.



Estos versos, ¿son turcos o tudescos?

Tú, Letor Garibay, si eres bamburrio,

apláudelos, que son cultidiablescos.

Serrana hermosa

Serrana hermosa, que de nieve helada

fueras como en color en el efeto,

si amor no hallara en tu rigor posada;



del sol y de mi vista claro objeto,

centro del alma, que a tu gloria aspira,

y de mi verso altísimo sujeto;



alba dichosa, en que mi noche espira,

divino basilisco, lince hermoso,

nube de amor, por quien sus rayos tira;



salteadora gentil, monstruo amoroso,

salamandra de nieve y no de fuego,

para que viva con mayor reposo.



Hoy, que a estos montes y a la muerte llego,

donde vine sin ti, sin alma y vida,

te escribo, de llorar cansado y ciego.



Pero dirás que es pena merecida

de quien pudo sufrir mirar tus ojos

con lágrimas de amor en la partida.



Advierte que eres alma en los despojos

desta parte mortal, que a ser la mía,

faltara en tantas lágrimas y enojos;



que no viviera quien de ti partía,

ni ausente ahora, a no esforzarle tanto

las esperanzas de un alegría día.



Aquella noche en su mayor espanto

consideré la pena del perderte,

la duda soledad creciendo el llanto,



y llamando mil veces a la muerte,

otras tantas miré que me quitaba

la dulce gloria de volver a verte.



A la ciudad famosa que dejaba,

la cabeza volvía, que desde lejos

sus muros con sus fuegos me enseñaba,



y dándome en los ojos los reflejos,

gran tiempo hacia la parte en que vivías

los tuvo amor suspensos y perplejos.



Y como imaginaba que tendrías

de lágrimas los bellos ojos llenos,

pensándolas juntar crecí las mías.



Mas como los amigos, desde ajenos,

reparasen en ver que me paraba

en el mayor dolor, fue el llanto menos.



Ya, pues, que el alma y la ciudad dejaba,

y no se oía del famoso río

el claro son que con sus muros lava,



«Adiós, dije mil veces, dueño mío,

hasta que a verme en tu ribera vuelva,

de quien tan tiernamente me desvío».



No suele el ruiseñor en verde selva

llorar el nido de uno en otro ramo

de florido arrayán y madreselva,



con más doliente voz que yo te llamo,

ausente de mis dulces pajarillos,

por quien en llanto el corazón derramo,



ni brama, si le quitan sus novillos,

con más dolor la vaca, atravesando

los campos de agostados amarillos;



ni con arrullo más lloroso y blando

la tórtola se queja, prenda mía,

que yo me estoy de mi dolor quejando.



Lucinda, sin tu dulce compañía,

y sin las prendas de tu hermoso pecho,

todo es llorar desde la noche al día,



que con sólo pensar que está deshecho

mi nido ausente, me atraviesa el alma,

dando mil nudos a mi cuello estrecho;



que con dolor de que le dejo en calma,

y el fruto de mi amor goza otro dueño,

parece que he sembrado ingrata palma».



Llegué, Lucinda, al fin, sin verme el sueño,

en tres veces que el sol me vio tan triste,

a la aspereza de un lugar pequeño,



a quien de murtas y peñascos viste

Sierra Morena, que se pone en medio

del dichoso lugar en que naciste.



Allí me pareció que sin remedio

llegaba el fin de mi mortal camino,

habiendo apenas caminado el medio,



y cuando ya mi pensamiento vino,

dejando atrás la Sierra, a imaginarte,

creció con el dolor el desatino;



que con pensar que estás de la otra parte,

me pareció que me quitó la Sierra

la dulce gloria de poder mirarte.



Bajé a los llanos de esta humilde tierra,

adonde me prendiste y cautivaste,

y yo fui esclavo de tu dulce guerra.



No estaba el Tajo con el verde engaste

de su florida margen cual solía,

cuando con esos pies su orilla honraste;



ni el agua clara a su pesar subía

por las sonoras ruedas ni bajaba,

y en pedazos de plata se rompía;



ni Filomena su dolor cantaba,

ni se enlazaba parra con espino,

ni yedra por los árboles trepaba;



ni pastor extranjero ni vecino

se coronaba del laurel ingrato,

que algunos tienen por laurel divino.



Era su valle imagen y retrato

del lugar que la corte desampara,

del alma de su espléndido aparato.



Yo, como aquel que a contemplar se para

rüinas tristes de pasadas glorias,

en agua de dolor bañé mi cara.



De tropel acudieron las memorias,

los asientos, los gustos, los favores,

que a veces los lugares son historias,



y en más de dos que yo te dije amores,

parece que escuchaba tus respuestas,

y que estaban allí las mismas flores.



Mas como en desventuras manifiestas

suele ser tan costoso el desengaño

y sus veloces alas son tan prestas,



vencido de la fuerza de mi daño,

caí desde mí mismo medio muerto

y conmigo también mi dulce engaño.



Teniendo, pues, mi duro fin por cierto,

las ninfas de las aguas, los pastores

del soto y los vaqueros del desierto,



cubriéndome de yerbas y de flores,

me lloraban, diciendo: «Aquí fenece

el hombre que mejor trató de amores,



y puesto que Lucinda le merece,

que su vida consista en su presencia,

él también con su muerte la engrandece».



Entonces yo, que haciendo resistencia

estaba con tu luz al dolor mío,

abrí los ojos, que cerró tu ausencia.



Luego desamparando el valle frío

las ninfas bellas con sus rubias frentes

rompieron el cristal del manso río,



y en círculos de vidro transparentes

las divididas aguas resonaron,

y en las peñas los ecos diferentes.



Los pastores también desampararon

el muerto vivo, y en la tibia arena

por sombra de quien era me dejaron.



Yo solo, acompañado de mi pena,

volviste al alma, del dolor quejoso,

que de pensar en ti la tuvo ajena.



Así ha llegado aquel pastor dichoso,

Lucinda, que llamaban dueño tuyo,

del Betis rico al Tajo caudaloso:



éste que miras es retraso suyo,

que así el esclavo que llorando pierdes

a tus divinos ojos restituyo.



O ya me olvides o de mí te acuerdes,

si te olvidares mientras tengo vida,

marchite amor mis esperanzas verdes.



Cosa que al cielo por mi bien le pida

jamás me cumpla, si otra cosa fuere

de aquestos ojos, donde estás, querida.



En tanto que mi espíritu rigiere

el cuerpo que tus brazos estimaron,

nadie los míos ocupar espere;



la memoria que en ellos me dejaron

es alcalde de aquella fortaleza

que tus hermosos ojos conquistaron.



Tú conoces, Lucinda, mi firmeza,

y que es de acero el pensamiento mío

con las pastoras de mayor belleza.



Ya sabes el rigor de mi desvío

con Flora, que te tuvo tan celosa,

a cuyo fuego respondí tan frío;



pues bien conoces tú que es Flora hermosa,

y que con serlo, sin remedio vive,

envidiosa de ti, de mí quejosa.



Bien sabes que habla bien, que bien escribe

y que me solicita y me regala,

por más desprecios que de mí recibe.



Mas yo, que de tu pie, donaire y gala

estimo más la cinta que desecha

que todo el oro con que a Creso iguala,



sólo estimo tenerte sin sospecha,

que no ha nacido ahora quien desate

de tanto amor lazada tan estrecha.



Cuando de yerbas de Tesalia trate,

y discurriendo el monte de la luna

los espíritus ínfimos maltrate,



no hay fuerza en yerba ni en palabra alguna

contra mi voluntad, que hizo el cielo

libre en adversa y próspera fortuna.



Tú sola mereciste mi desvelo,

y yo también después de larga historia

con mi fuego de amor vencer tu hielo.



Viva con esto alegre tu memoria,

que como amar con celos es infierno,

amar sin ellos es descanso y gloria,



que yo, sin atender a mi gobierno,

no he de apartarme de adorarte ausente,

si de ti lo estuviese un siglo eterno.



El sol mil veces discurriendo cuente

del cielo los dorados paralelos,

y de su blanca hermana el rostro aumente,



que los diamantes de sus puros velos,

que viven fijos en su otava esfera,

no han de igualarme aunque me maten celos.



No habrá cosa jamás en la ribera

en que no te contemplen estos ojos,

mientras ausente de los tuyos muera;



en el jazmín tus cándidos despojos;

en la rosa encarnada tus mejillas,

tu bella boca en los claveles rojos;



tu olor en las retamas amarillas,

y en maravillas que mis cabras pacen

contemplaré también tus maravillas.



Y cuando aquellos arroyuelos que hacen

templados, a mis quejas consonancia

desde la sierra, donde juntos nacen,



dejando el sol la furia y arrogancia

de dos tan encendidos animales,

volviere el año a su primera estancia,



a pesar de sus fuentes naturales,

del yelo arrebatadas sus corrientes,

cuelguen por estas peñas sus cristales,



contemplaré tus concertados dientes,

y a veces en carámbanos mayores

los dedos de tus manos transparentes.



Tu voz me acordarán los ruiseñores,

y de estas yedras y olmos los abrazos

nuestros hermafrodíticos amores.



Aquestos nidos de diversos lazos,

donde ahora se besan dos palomas,

por ver mis prendas burlarán mis brazos,



Tú, si mejor tus pensamientos domas,

en tanto que yo quedo sin sentido,

dime el remedio de vivir que tomas,



que aunque todas las aguas del olvido

bebiese yo, por imposible tengo

que me escapase de tu lazo asido,



donde la vida a más dolor prevengo:

¡triste de aquel que por estrellas ama,

si no soy yo, porque a tus manos vengo!



Donde si espero de mis versos fama,

a ti lo debo, que tú sola puedes

dar a mi frente de laurel la rama,

donde muriendo vencedora quedes.